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Con santidad de corazón
Una grabación original de este discurso está disponible en churchhistorianspress.org (por cortesía de la Biblioteca de Historia de la Iglesia).
Reunión General de la Sociedad de Socorro
Centro de Conferencias, Salt Lake City, Utah
28 de septiembre de 2002
Aunque somos muchas más que aquellas hermanas de la Sociedad de Socorro de Nauvoo, el espíritu de nuestra congregación es el mismo17. Tal como nosotras, ellas se edificaron, alentaron e inspiraron unas a otras; oraron las unas por las otras; consagraron al reino todo lo que poseían. El presidente Hinckley nos ha descrito como “una gran reserva de fe y de buenas obras… un áncora de devoción, de lealtad y de logros”18. Cuán extraordinario es que, ya sea que estemos en el Centro de Conferencias, en una capilla en México o en una rama en Lituania, somos hermanas en Sion con una gran tarea que realizar. Y juntas, con la guía de un profeta de Dios, lo lograremos. Espero que puedan sentir el amor que tengo hacia ustedes, el mismo que comparten mis consejeras, quienes son una gran bendición para mí.
Decir que me quedé estupefacta cuando el presidente Hinckley me llamó a ser la Presidenta General de la Sociedad de Socorro es quedarme corta. Ustedes me comprenden; pero, con voz trémula, respondí: “Heme aquí, envíame a mí”19. Cuando una amiga judía se enteró de lo que este llamamiento requería, me miró como si yo estuviera loca y me preguntó: “Bonnie, ¿por qué has aceptado eso?”. (En ocasiones como esta, a menudo me pregunto lo mismo). Pero hay una sola razón por la que lo hice: He hecho convenios con el Señor y sé lo que eso requiere. Además, sabía que ustedes y yo serviríamos juntas, y que mis esfuerzos serían en beneficio de todas nosotras.
Desde hace siglos, las mujeres rectas han estado dando un paso al frente para unirse a la causa de Cristo. Muchas de ustedes se han bautizado hace poco; los convenios que han hecho son nuevos en sus corazones y sus sacrificios son recientes. Al pensar en ustedes, recuerdo a Priscilla Staines, de Wiltshire, Inglaterra20, que a los diecinueve años se unió a la Iglesia, en 184321. Sola, tuvo que salir secretamente por la noche para ser bautizada, debido a las persecuciones de sus vecinos y al descontento de su familia. Ella escribió: “Esperamos hasta la medianoche… y nos dirigimos a un arroyuelo que había a cuatro kilómetros de distancia. Encontramos el agua… congelada, y el élder tuvo que abrir un hoyo en el hielo lo suficientemente grande para efectuar el bautismo. Nadie, solo Dios y Sus ángeles, y los pocos testigos que aguardaban en la orilla, escucharon mi convenio; pero en la solemnidad de esa hora, parecía que toda la naturaleza estaba escuchando y que el ángel registrador escribía nuestras palabras en el libro del Señor”22.
Sus palabras: “Nadie, solo Dios y Sus ángeles… escucharon mi convenio”, me conmovieron profundamente porque, al igual que Priscilla —no importa nuestra edad, nuestro conocimiento del Evangelio, ni nuestro tiempo en la Iglesia—, todas somos mujeres del convenio. Esta es una frase que a menudo oímos en la Iglesia, pero ¿qué significa? ¿En qué forma los convenios definen quiénes somos y cómo vivimos?
Los convenios —o las promesas que tienen validez entre nosotros y nuestro Padre Celestial— son esenciales para nuestro progreso eterno. Paso a paso, Él nos instruye para que lleguemos a ser como Él al invitarnos a participar en Su obra. Cuando nos bautizamos, hacemos el convenio de amarle con todo nuestro corazón, y de amar a nuestros hermanos y hermanas como a nosotras mismas23. En el templo hacemos convenios adicionales de ser obedientes, generosos, fieles, honorables y caritativos24. Hacemos convenio de sacrificarnos y de consagrar todo lo que tenemos. Cuando guardamos los convenios forjados mediante la autoridad del sacerdocio, recibimos bendiciones hasta que nuestra copa rebosa. ¿Cuán a menudo reflexionan en que sus convenios se extienden más allá de la vida terrenal y las conectan con lo Divino? El hacer convenios es la manifestación de un corazón dispuesto; el guardarlos es la manifestación de un corazón fiel.
Parece muy sencillo al leerlo, ¿verdad? Naturalmente, al llevarlo a la práctica es cuando probamos quiénes somos en realidad. Por eso, cada vez que tendemos la mano con amor, paciencia, bondad y generosidad, honramos nuestros convenios y decimos: “Heme aquí, envíame a mí”. Por lo general, decimos esas palabras en forma callada y privada, sin alarde de extravagancia.
Los convenios que otras personas han hecho con el Señor ¿cuándo han sido una bendición para ustedes o han brindado paz y aliento a su alma? Cuando mi esposo y yo fuimos misioneros en Inglaterra, vimos a muchos élderes y hermanas cuyas vidas reflejaban la influencia directa de los convenios de mujeres rectas25. Yo estaba tan agradecida por las madres, las hermanas, las tías y las maestras —como muchas de ustedes— que, al honrar sus convenios, hicieron que las bendiciones llegaran a los demás por la forma en la que enseñaron a esos futuros misioneros.
Los convenios no solo nos persuaden a dejar nuestra comodidad y a entrar en una nueva etapa de progreso, sino que conducen a los demás a hacer lo mismo. Jesús dijo: “… las obras que me habéis visto hacer, esas también las haréis”26. Él guardó Sus convenios y eso nos alienta a guardar los nuestros.
Los convenios nos libran del sufrimiento innecesario. Por ejemplo, cuando obedecemos la guía del Profeta, estamos guardando un convenio. Él nos ha aconsejado que evitemos las deudas, que tengamos un abastecimiento de alimentos y que seamos autosuficientes27. El vivir dentro de nuestras posibilidades nos bendice más allá de esa obediencia; nos enseña gratitud, autodominio y generosidad; nos brinda paz de las presiones económicas y protección de la avaricia del materialismo. El mantener nuestras lámparas llenas significa que las circunstancias imprevistas no nos privan de oportunidades para declarar con devoción: “Heme aquí, envíame a mí”.
Los convenios que se renuevan dan energía y vigor al alma cansada. Cada domingo, cuando participamos de la Santa Cena, ¿qué sucede en nuestro corazón cuando escuchamos las palabras “y a recordarle siempre”?28. ¿Mejoramos a la semana siguiente, concentrándonos en lo que es más importante? Sí, afrontamos dificultades; sí, es pesado hacer cambios pero, ¿alguna vez se han preguntado cómo sobrevivieron nuestras hermanas al ser expulsadas de Nauvoo, muchas de ellas caminando toda la travesía?29. Cuando se les cansaban los pies, ¡sus convenios les infundían aliento! ¿Qué otra cosa podría brindar esa fortaleza espiritual y física?
Los convenios nos protegen también de ser “llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que, para engañar, emplean con astucia las artimañas del error”30. Las mujeres del convenio permanecen firmes cuando a lo malo se le llama bueno, y a lo bueno malo31. Ya sea en las aulas de la universidad, en el trabajo, o al ver a los “expertos” más punteros de la televisión, recordar nuestros convenios impide que seamos engañadas.
Los convenios nos mantienen a nosotras y a nuestros seres queridos espiritualmente seguros y preparados al poner lo más importante en primer plano. Por ejemplo, en lo referente a las familias, no nos podemos permitir la indiferencia ni la distracción. La niñez está desapareciendo; muy pocos han conocido los días felices que yo conocí al criarme en una granja. El presidente Hinckley ha dicho: “Creo que nuestros problemas, casi cada uno de ellos, surgen en los hogares de la gente… Si va a haber un cambio… se debe comenzar en el hogar. Es allí donde se aprende la verdad, donde se cultiva la integridad, se inculca la autodisciplina y donde se nutre el amor”32.
Hermanas, el Señor necesita mujeres que enseñen a sus hijos a trabajar, a aprender, a servir y a creer. Ya sean los nuestros, o los de otra persona, debemos estar dispuestas a decir: “Heme aquí, envíame a mí a cuidar a tus pequeñitos, a ponerlos en primer lugar, a guiarlos y protegerlos de la maldad, a amarlos”.
Algunas veces nos enfrentamos con el dilema de guardar nuestros convenios cuando no parece haber una razón lógica para hacerlo. Escuché a una hermana soltera relatar su experiencia de “haber llegado a confiar plenamente en el Señor”. Su vida no era lo que ella había esperado. ¿Les resulta familiar? Ese período de introspección se distinguió por cambios de trabajo, nuevas presiones económicas, la influencia de filosofías mundanas… Ahora presten atención a lo que ella hizo. Al tratar con las otras hermanas del barrio, descubrió que ellas también buscaban la paz que brinda el Evangelio. Pidió que le dieran una bendición del sacerdocio; con valor cumplió su llamamiento; estudió y trató de dedicar más plenamente su amor, gratitud y convicción a Jesús. Ella oró. “Le supliqué al Señor”, contó, “y le dije que haría lo que Él me pidiera que hiciera”. Lo hizo a pesar de esas dificultades. ¿Y saben lo que ocurrió? No, su compañero eterno no se presentó a la puerta, sino que la paz llegó a su corazón y su vida mejoró.
Hermanas, guardamos nuestros convenios cuando compartimos la sabiduría de la vida para alentarnos mutuamente, cuando hacemos las visitas de maestras visitantes con compasión sincera, cuando le hacemos saber a una hermana más joven que su flamante punto de vista nos bendecirá en la Sociedad de Socorro… ¡Podemos hacer eso!
Cuando la joven Priscilla, la conversa británica de 1843, cruzó el Atlántico, una mujer de la edad de su madre le ofreció su amistad33. Esa hermana mayor también sentía el fuego de los convenios que había hecho. Al llegar al muelle de Nauvoo, ella estuvo al lado de Priscilla; juntas, audaces y optimistas, se unieron a los santos de Dios34.
La integridad espiritual para guardar nuestros convenios proviene de ser constantes en el estudio de las Escrituras, en la oración, el servicio y el sacrificio. Esos pasos sencillos nutren nuestras almas para que podamos decir: “Envíame a ayudar a una hermana y a su recién nacido; envíame a instruir a un alumno con dificultades; envíame a amar a una persona que no sea miembro de la Iglesia; envíame donde me necesites y cuando me necesites”.
El Señor nos ha llamado a hacer todo lo que hagamos con “santidad de corazón”35. Y la santidad es el resultado de vivir los convenios. Amo la letra de este himno y cómo me hace sentir:
Más santidad dame,
más consagración;
más paciencia dame,
más resignación,
más rica esperanza,
más abnegación,
más celo en servirte,
con más oración36.
La santidad da lugar a las palabras: “Heme aquí, envíame a mí”. Cuando Priscilla Staines hizo su convenio de medianoche en aquellas aguas heladas, dio un paso adelante, hacia una nueva vida, con la ropa casi congelada pero el corazón ardiendo de gozo: “No podía volver atrás”, dijo. “Me propuse obtener la recompensa de la vida eterna, confiando en Dios”37.
Presidente Hinckley, con las hermanas de la Sociedad de Socorro de todo el mundo, le reitero que permanecemos unidas como mujeres del convenio y que escuchamos su voz38. En multitud de diferentes idiomas, escuche las palabras de cada hermana de la Sociedad de Socorro, que dice: “Heme aquí, envíame a mí”.
Ruego que los convenios individuales que nos unen a nuestro amado Padre Celestial nos guíen, nos protejan, nos santifiquen y nos permitan hacer lo mismo por todos Sus hijos, es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.
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Notas al pie de página
Notas al pie de página
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[1]“Bonnie D. Parkin, Presidenta General de la Sociedad de Socorro”, Liahona, julio de 2002, pág. 124; Bonnie D. Parkin, entrevista con Kate Holbrook, 10 de septiembre de 2015, págs. 1–2, 6, 8, en posesión de los editores.
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[2]James L. Parkin estudió Otorrinolaringología. (Parkin, entrevista, págs. 2–4).
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[3]Parkin, entrevista, págs. 3–4; Bonnie D. Parkin, “Un festín sin dieta”, Liahona, julio de 1995, pág. 103.
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[4]Parkin, entrevista, pág. 3.
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[5]Parkin, entrevista, pág. 9.
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[6]“Bonnie D. Parkin, Presidenta General de la Sociedad de Socorro”, pág. 124; Gordon B. Hinckley, “La Asamblea Solemne: Sostenimiento de oficiales de la Iglesia”, Liahona, enero de 1995, pág. 6.
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[7]Bonnie D. Parkin, “Regocijémonos en nuestros convenios”, Liahona, julio de 1995, págs. 88–90.
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[8]Parkin, entrevista, pág. 13.
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[9]Parkin, “Regocijémonos en nuestros convenios”, pág. 88.
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[10]“History of the Relief Society: The Bonnie Parkin Administration, 2002–2007”, 2012, págs. 2–3, Biblioteca de Historia de la Iglesia (CHL, por sus siglas en inglés).
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[11]“History of the Relief Society”, pág. 14; Parkin, entrevista, pág. 15.
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[12]Parkin, entrevista, pág. 15.
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[13]“Bonnie D. Parkin, Presidenta General de la Sociedad de Socorro”, pág. 124.
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[14]Parkin, entrevista, págs. 12–13.
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[15]Parkin, entrevista, pág. 17.
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[16]Thomas S. Monson, “El sostenimiento de oficiales de la Iglesia”, Liahona, julio de 2002, pág. 24.
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[17]Veinte mujeres se reunieron en la primera reunión de la Sociedad de Socorro en Nauvoo, Illinois, el 17 de marzo de 1842. Para la última reunión en Nauvoo, el 16 de marzo de 1844, unas 1.336 mujeres se habían unido a la organización. (Jill Mulvay Derr, Carol Cornwall Madsen, Kate Holbrook y Matthew J. Grow, eds., The First Fifty Years of Relief Society: Key Documents in Latter-day Saint Women’s History [Salt Lake City: Church Historian’s Press, 2016], págs. 24–26).
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[18]Citado en el original: “‘Caminando a la luz del Señor’, Liahona, enero de 1999, pág. 115”. Gordon B. Hinckley llegó a ser Presidente de la Iglesia en marzo de 1995.
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[19]Esta expresión aparece muchas veces en las Escrituras de los Santos de los Últimos Días; véanse, por ejemplo, Isaías 6:8; 2 Nefi 16:8; Moisés 4:1; y Abraham 3:27.
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[20]La hermana Staines nació en 1823 y murió en Salt Lake City en 1899. (Edward W. Tullidge, Women of Mormondom [New York: Tullidge and Crandall, 1877], pág. 285; Priscilla M. Staines, 4 de enero de 1899, en “Utah, Salt Lake County Death Records, 1849–1949”. Accedido: 22 de julio de 2015, familysearch.org).
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[21]Tullidge, Women of Mormondom, págs. 287–288. Para saber más sobre los inicios de la obra misional en Inglaterra, véase James B. Allen, Ronald K. Esplin y David J. Whittaker, Men with a Mission, 1837–1841: The Quorum of the Twelve Apostles in the British Isles (Salt Lake City: Deseret Book, 1992).
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[22]Citado en el original: “Citado en Edward W. Tullidge, The Women of Mormondom, 1877, pág. 287; véanse también las páginas 285–286, 288”.
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[23]Véanse Levítico 19:28; Deuteronomio 6:5; Mateo 22:37–39; y Mosíah 18:8–10.
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[24]Véase James E. Talmage, The House of the Lord (Salt Lake City: Deseret News, 1912), pág. 100.
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[25]“New Mission Presidents”, Church News, 5 de abril de 1997.
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[26]Citado en el original: “3 Nefi 27:21”.
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[27]Gordon B. Hinckley, “Los tiempos en los que vivimos”, Liahona, enero de 2002, pág. 85.
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[28]Citado en el original: “D. y C. 20:77, 79”.
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[29]Véanse, por ejemplo, Edward Leo Lyman, Susan Ward Payne y S. George Ellsworth, eds., No Place to Call Home: The 1807–1857 Life Writings of Caroline Barnes Crosby, Chronicler of Outlying Mormon Communities (Logan: Utah State University Press, 2005), págs. 69–86; Maurine Carr Ward, ed., Winter Quarters: The 1846–1848 Life Writings of Mary Haskin Parker Richards (Logan: Utah State University Press, 1996), págs. 13–15; y Patricia H. Stoker, “‘The Lord Has Been My Guide’: Cordelia Calista Morley Cox”, en Women of Faith in the Latter Days: Volume Two, 1821–1845, ed. Richard E. Turley, hijo, y Brittany A. Chapman (Salt Lake City: Deseret Book, 2012), págs. 45–60.
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[30]Citado en el original: “Efesios 4:14”.
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[31]Véanse Isaías 5:20; y 2 Nefi 15:20.
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[32]Citado en el original: “Véase Liahona, enero de 1999, pág. 117”. El discurso del presidente Hinckley al que se hace referencia aquí se titulaba “Caminando a la luz del Señor”.
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[33]Mary Twinberrow Wattis Bennett [Kay]. (Jay Greaves Burrup, “Mary’s Altar”, Pioneer, tomo XLVII, nro. 1 [primavera de 2000], págs. 10–16; “Mary T. Kay”, Ogden Standard, 27 de septiembre de 1896, pág. 7; Tullidge, Women of Mormondom, pág. 291).
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[34]Citado en el original: “Véase Tullidge, Women of Mormondom, págs. 289, 291”.
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[35]Citado en el original: “D. y C. 46:7”.
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[36]Citado en el original: “‘Más santidad dame”, Himnos, nro. 71”.
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[37]Citado en el original: “Tullidge, Women of Mormondom, pág. 288”.
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[38]El presidente Gordon B. Hinckley asistió a esta reunión, aunque no habló. (James E. Faust, “Todas son enviadas del cielo”, Liahona, noviembre de 2002, pág. 110).